sábado, 5 de abril de 2008

LA PARADA DE LOS MONSTRUOS


Trabajo en el templo de la burocracia y el trámite. Aquí se agilizan, y es una expresión hecha, expedientes administrativos. A mi lado, deprimidas, enfermos bipolares, maníacos compulsivos, funcionarios vocacionales, lerdos, marimachos, ahorradores impenitentes, vividores, sacacuartos, gente joven con bigote, calvos precoces...Inadaptados, en suma. La estética de algunos podría revelar, por su descuido, por su absoluto desaliño, algún rasgo de snobismo, pero nada más lejos de la realidad.

Entré hace un par de años y así topé con esta jauría de funcionarios, interinos, laborales fijos y temporales, interinos consolidados, laborales consolidados, laborales que pasaban a funcionarios y funcionarios a laborales batiéndose a gritos por la noble causa de ver quién ganaba más. O menos. El orgullo realmente es ganar menos que el resto, siendo así, y reconocido por todos, el más desgraciado. Como es tan abigarrado el cuadro que nos depara el personal que trabaja en la casa, un marasmo de clases, grupos y subclases, cada nómina es un mundo, y cada incremento retributivo, un universo de quejas, reproches mutuos y reivindicaciones airadas. Y los atrasos. Nos remontamos aquí al pleistoceno inferior administrativo: el funcionario primate debía acumular, junto con menhires y fósiles, nóminas con numerosos atrasos pendientes ya de cobro.

Estoy en una sala enorme donde todos los animales públicos campan a sus anchas en relativa libertad vigilada, como en un zoo, especies variopintas, únicas, todas entremezcladas. A un lado, las gallináceas o grupo de veteranas cacareantes. La Administración, tal y como hoy la concebimos, no existiría de no ser por ellas, y es que el único trabajo o tarea al que éstas se entregan con verdadero afán, placer y audacia, es al difícil empeño de salir siempre a la hora, y en ocasiones, en condiciones casi extremas. A veces, cuando el director, mediante concesión graciosa y por sorpresa, nos permite salir media hora antes, los pasillos se pueblan de sexagenarias suicidas a la carrera, intentando y siempre consiguiendo que la media hora sean treinta o treinta y dos minutos, a veces aparcando abruptamente conversaciones o ignorando los más elementales hábitos de convivencia.

Cualquier neófito podría caer en la tentación de trabar conversación con ellas, y ahí estará su perdición. Las gallinas se mueven entre la absoluta demencia y la extravagancia verbal. Una a menudo habla de su “hija física” , maravilloso epíteto, pensaba yo, creyendo que era su hija biológica y que tendría algún hijo adoptado. Qué va. Tiene una hija que estudió Físicas, al parecer, pero por las veces que lo dice, debe ser muy buena, una suerte de Stephen Hawkins sin parálisis, con cara de lista y en castiza. Sabe Dios que no escatima detalles familiares, la tía. Cualquier cosa que comentes ¡ay, incauto! y llegue a sus oídos, tendrá, qué duda cabe, su correspondiente paralelismo familiar, en forma de tía, hermana o, preferentemente, hijos, físicos o no, que también son del BBVA, del Barcelona, cogieron alguna vez la varicela o viven con su novia. Nimios aspectos de la vida cotidiana de uno a ella no le pasan inadvertidos y pueden condenarte a media hora de monólogo. Luego vuelve a contar lo mismo por teléfono, como la repetición de Supergarcía. Como no hay que echar monedita para hablar por teléfono, se dedica a llamar, agenda en ristre, a todos los amigos, familiares y conocidos remotos. Si hubiese una máquina que suministrase horchata gratis, la ingresarían con un cólico tarde o temprano. Pero en lo de hablar por teléfono también es especialista otra, la reina de las madres, la única madre del mundo que tiene niños. Su teléfono móvil tiene la sintonía de un niño berreando y un tono de timbre desorbitado, lo cual, curiosamente, desata la hilaridad de las otras gallinas, que cacarean contentas, embriagadas de maternidad repentinamente devuelta. Cariño, cielo mío, mi vida, amorcito, unas diez veces al día. Qué cuadro tan hermoso.

Entre tanta gallina ociosa también hay alguna laboriosa. La más veterana trabaja bastante, sí, pero a qué precio. Vaya malas pulgas tiene la amiga. Tiene una voz aguda, chirriante, como una puerta mal engrasada que suena todo el rato, e igual critica a los compañeros que las minifaldas que a los chinos que al Gobierno de España. Para todos tiene. Lo que peor lleva, sin duda, son las minifaldas y los chinos. Los motivos se me escapan. Lo que es cierto, es que tiene un apego tal a lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor que no se apea del “antiguamente”. Cada frase contiene, inevitablemente, este adverbio, que por mi experiencia, podríamos traducir por “bien”. Un ejemplo: “ahora las nóminas ya no se hacen como antiguamente” significa que se hacen mal, vamos, que no se hacen bien, como antiguamente. Más que una coletilla es una cosmovisión. Que todas sus frases contengan “antiguamente” depara dos cosas: apuestas para ver si el número de antiguamente diario es par o impar, y por otro lado, una prolongación innecesaria de cualquier conversación de cortesía. Así, cualquier cuestión urgente, y de orden práctico, culmina con un exhaustivo examen de la praxis administrativa:

-“Oye, ¿es necesario sacar fotocopia de la solicitud?”
-“Antiguamente no había fotocopiadoras. Todo, y se dice pronto todo, lo hacíamos a mano. Con estas manitas hijo, y por 100000 pesetas. Encima, te mandaban unos papeles escritos a boli que no había quién los entendiera. Luego trajeron una fotocopiadora, pero una para todos, no te creas, que aquí gastarse dinero... (y hace unos gestos excesivos y elocuentes con la mano, con cara de mucho pesar). Además, cada director que viene dice una cosa. Yo te digo (sonriendo, picaruela) que ya hago lo que me viene en gana, y que me vengan a mí a decir....a estas alturas (casi inexpresiva, no necesita explicación). Así que mira, haz lo que te parezca. Antiguamente se mandaba una relación con las solicitudes, pero ahora ya no sé bien .Pregunta de todas formas a Carmen, que igual ella lo sabe.....

Lógicamente, ni se te ocurre, dada la experiencia, preguntar a la tal Carmen, primero porque te va a pasar lo mismo que con esta, segundo porque sabes que no tiene ni idea, tercero porque está leyendo el periódico, y cuarto porque cuando termine, estará en su hora del desayuno. Carmen es la liberada sindical. El término liberado nunca estuvo tan provisto de sentido, nunca fue tan revelador. Liberada de trabajo, de obligaciones. Eso sí, es buena chica, eso no lo duda nadie. Pero muy negativa, también. Cualquier noticia positiva o amable para ella tendrá su cara más luctuosa: que te suben el sueldo, ala, seguro que te suben la retención, que te dan día libre, a ver, seguro que quieren cogérselo los jefes, que hay comida, seguro que es escasa, que hay jornada de verano, es lo menos que podían hacer con lo poco que cobramos. Y todo con un tono de torturada que asusta. Detecta una ventana abierta a cien metros, una mota de polvo en el ordenador de quince sitios más para allá. En relación a manías, el paroxismo. Podría pasarse el día pegada a la puerta para impedir un cerrado poco conveniente. En cuanto a ahorrar, no escatima: su cabeza es un ordenador personal lleno de deducciones, reducciones y posibles devoluciones de Hacienda. También la funciona bien la chaveta en cuanto a los días de fiesta, moscosos y fiestas locales. Parece tener en la cabeza el calendario laboral de toda España: me la imagino fantaseando a diario con miles y miles de potenciales puentes que se haría si fuese funcionaria en Cuenca, Motril, Albacete o Calahorra, según el caso. Me temo que ni siquiera así es feliz, la pobre.