martes, 8 de febrero de 2011

No me toques las palmas que me conozco

En la imagen, un Kafka desolado ante la prohibición de tocar en las calles de Madrid.


Kafka vivía atormentado ante la idea de una ley omnipresente, una ley inabarcable, que nunca podría terminar de conocer, que le seguía a todas partes y que se le mostraba oscura, indescifrable. Nunca conseguía acceder a ella. Hoy lo tendría más fácil con los Boletines Oficiales, pero el volumen de prohibiciones y de posibles incumplimientos no le dejaría pegar ojo. Desde hace algún tiempo las carpetas de adolescentes ya no “prohíben prohibir”. Todos compartimos y celebramos la lógica de la prohibición, la cultura preescolar del “no se puede”. Nuestras cabezas estúpidas y cada vez más políticas viven encalladas en un discurso restrictivo y limitado, en perder para poder ganar, contraponiendo continuamente prohibición y derecho (actualizando y reformulando el horripilante lema, “tengo derecho a prohibir”).

Quizá no sea tanto perder para poder ganar como que unos salgan ganando a costa de otros. Lo que no nos gusta de los otros debe ser prohibido. En eso estriba la “lógica de la prohibición”. En Granada, las Ordenanzas Municipales disponen que no se puede gritar a la hora de la siesta, en Salamanca no se puede comer en la Plaza Mayor, y ahora en Madrid, al parecer, se acabó lo de tocar en la calle, que a mucha gente le molesta. Se estará a favor o en contra de la Ley Antitabaco, pero ésta parece inmiscuirse en ámbitos mucho más privados que los bares y los restaurantes. Las normas ya dictan costumbres, formulan reglas de conducta y urbanidad.

Pero seamos más precisos. Parece claro que la lógica de la prohibición va de los políticos a los ciudadanos. Aquellos han encontrado en las prohibiciones su razón de ser, dan sentido a su trabajo (y quizá a su vida) y además, y no menos importante, generan enormes recursos en forma de multas y sanciones. Prohibir materializa su trabajo en una norma, lo hace tangible. El paternalismo del que todo poder se vale se vierte en una hipertrofia legislativa, una diarrea de leyes, disposiciones y ordenanzas que hacen cada día más inestable la posición del ciudadano, a diario en la cuerda floja, a punto de caer al vacío del incumplimiento. Por su parte, los ciudadanos han trasladado este discurso a su vida, se mueven entre la ira ante el potencial infractor (“seguro que hay una ley que infringe, y si no, habría que crearla”) y la autocomplacencia y honor de ser un ciudadano ejemplar y cumplidor. La barrera que separa al que está del lado de la ley del que está al otro lado no puede ser tan frágil; las leyes deben ser claras, proporcionadas, y, además, necesarias. La ley es en alguna medida fruto de la incapacidad de los ciudadanos de resolver los problemas o conciliar sus intereses por sí mismos. En el caso de muchas de estas normas, cada una de ellas refleja un fracaso, y evidentemente, es restrictiva e innecesaria.

“Para que se prohíba” o “por la prohibición de” figura en miles de perfiles de Facebook. Los ciudadanos pronto repiten esquemas, aprenden patrones. Hay una fuerte conciencia represora, un deseo de eliminar lo que no nos gusta, lo que es diferente. Y un fuerte sentido de mostrarlo dentro de una sociedad hecha a medida, con el público y el árbitro a favor. Por otro lado, el “me gusta” o “no me gusta” ha creado una mente dual de dedo arriba y dedo abajo, bien o mal, a favor o en contra. No hay matices ni caben lugares intermedios, solo adhesiones, fans.

No puedes comer en la calle. No puedes tocar en la calle, ni dar palmas. Ni cantar. No grites. No fumes. Si nos ponemos a prohibir, yo por mi parte prohibiría los politonos.