
Eran las ocho en punto y había quedado a las ocho y media. Faltaba media hora, o sobraba, porque el lugar de la cita no estaba lejos. Así que me dirigía hacia allí despacio, caminando ociosamente y recreándome en la estampa vulgar que deparan los edificios comunes, iguales, casi en serie, que el ladrillo y los años sesenta nos dejaron en el Paseo de Zorrilla. Ni rastro de humanidad arquitectónica. Así que me asomaba a escaparates, portales o tiendas de golosinas. Hasta que me encontré con algo que me hizo parar en seco, y decirme que, la verdad, no había motivo para no entrar. Se trataba de una de esas galerías comerciales de los años setenta, casi ochenta, donde de pequeño solía perder el tiempo con mi amigo R, donde pasábamos la mañana del domingo entre chascarrillos y risas y suplementos de prensa. Había muchas tiendas de ropa, zapaterías y marroquinería, pero lo que sí recuerdo bien son dos cosas: el videoclub, con el póster de Platoon y La mosca y Nueve semanas y media, y el kiosko, donde cumplíamos nuestra única obligación dominical: traer el periódico, mientras la radio atronaba y tenías que hacer cola y se te colaban todos porque eras pequeño y empezabas a hacer el tonto y nunca te ponías del todo en la fila. No me gustaba nada ese kiosko. Los caramelos y los álbumes y los ejércitos de prusianos me los compraba en otro.
Por entonces yo no sabía nada de la tienda de discos, porque estaría cerrada, seguro, los domingos, y porque también era demasiado pequeño para tener conciencia musical. Años más tarde fui por allí otra vez, y ahí la encontré, en el piso de abajo. Fui con mi amigo V., devorador compulsivo de rock and roll y devoto de la tienda. Charly Blues era pequeña, familiar, los clientes se conocían, y el tío ponía su música (rock and roll, blues, soul....), tocaba él a veces, era realmente su negocio, vamos, que hacía lo que le daba la gana. Me compré algunos discos, pósteres, curiosidades (“esta tienda ya es un bazar raro”, le oí una vez al dueño, al verme entusiasmado con la carátula de Playboy en paro). Algún año después compartí piso con P, melómano empedernido, rockero impenitente, pero sin duda rockero de buen corazón, enciclopedia musical y asiduo, lógicamente, a Charly Blues. En su ordenador, en la carpeta imágenes, unas letras amarillas enormes, como si fuera un letrero, rezaban “Charly Blues”. Nunca le pregunté si hizo el logotipo de la tienda (él es informático) o simplemente, al diseñar algo, le vino a la cabeza el nombre de la tienda, como texto.
Por todo eso entré en estas galerías ochenteras. Era lunes y eran las ocho de la tarde, no esperaba gran afluencia, pero tampoco el desolador paisaje que encontré. Un pasillo enorme lleno de tiendas con letreros de “Se traspasa”, escaparates polvorientos, medio rotos, un espacio enormemente vacío y deprimente. Al estar en medio del Paseo Zorrilla no podía parecer un pasadizo secreto, pero el aire de gruta del terror sí lo tenía. Me alegré de encontrar una boutique rancia y una mercería, pero me entró cierto desasosiego al caminar entre escombros comerciales y detritos textiles. Ni un alma. Había dos tiendas abiertas, pero nada más que eso parecía indicar que la galería siguiese siendo lo que era, o al menos, comercial. Sorprendentemente, habían dado unas capas de pintura nueva, casi reciente, de color chillón, feo pero altivo, verde o azul intenso, en un esfuerzo postrero y sin duda inútil de remozar al abuelo cebolleta. Lo cierto es que me entró una pena terrible al ver qué quedaba de todo aquello, mi recuerdo de cuando era pequeño era de mucha gente con bolsas, mucho trajín, cierta actividad. Ahora estaba convertido en unos sótanos lúgubres, mortuorios, por mucho que se quitasen el luto y se fueran al hogar del pensionista a echarse unos bailes. Me entró un poco de miedo, porque no había ni Dios y se oían algunos pasos al fondo. Creo hasta que era Halloween... Pero movido por alguna fuerza extraña, en vez de marcharme por donde había venido, me armé de valor y bajé por la escalera recientemente pintada, con una capa gruesa y tosca y fea de Botox remedia todo. Y allí abajo, el milagro. En medio de la nada, de la oscuridad inquietante del sótano misérrimo, con las paredes desgastadas y plomizas, de repente, escuché algo de música contenida, como tapada por algo, aun así, inconfundible: un blues. Tardé un poco en reaccionar, pues ya no esperaba encontrar nada habitado en esta planta de abajo. Eché un vistazo y al fin lo vi, había un puerta de donde parecía provenir la música. Allí estaba yo parado, atontado, contemplando la puerta de Charly Blues. La puerta estaba cerrada, pero dentro había luz, de eso estoy seguro, y la música puesta. Quise entrar, llamar a la puerta y decir que venía de parte de mi amigo P, que me alegraba de que todo siguiese en su sitio. No sé porqué no lo hice. Digamos que lo hago ahora...
Por entonces yo no sabía nada de la tienda de discos, porque estaría cerrada, seguro, los domingos, y porque también era demasiado pequeño para tener conciencia musical. Años más tarde fui por allí otra vez, y ahí la encontré, en el piso de abajo. Fui con mi amigo V., devorador compulsivo de rock and roll y devoto de la tienda. Charly Blues era pequeña, familiar, los clientes se conocían, y el tío ponía su música (rock and roll, blues, soul....), tocaba él a veces, era realmente su negocio, vamos, que hacía lo que le daba la gana. Me compré algunos discos, pósteres, curiosidades (“esta tienda ya es un bazar raro”, le oí una vez al dueño, al verme entusiasmado con la carátula de Playboy en paro). Algún año después compartí piso con P, melómano empedernido, rockero impenitente, pero sin duda rockero de buen corazón, enciclopedia musical y asiduo, lógicamente, a Charly Blues. En su ordenador, en la carpeta imágenes, unas letras amarillas enormes, como si fuera un letrero, rezaban “Charly Blues”. Nunca le pregunté si hizo el logotipo de la tienda (él es informático) o simplemente, al diseñar algo, le vino a la cabeza el nombre de la tienda, como texto.
Por todo eso entré en estas galerías ochenteras. Era lunes y eran las ocho de la tarde, no esperaba gran afluencia, pero tampoco el desolador paisaje que encontré. Un pasillo enorme lleno de tiendas con letreros de “Se traspasa”, escaparates polvorientos, medio rotos, un espacio enormemente vacío y deprimente. Al estar en medio del Paseo Zorrilla no podía parecer un pasadizo secreto, pero el aire de gruta del terror sí lo tenía. Me alegré de encontrar una boutique rancia y una mercería, pero me entró cierto desasosiego al caminar entre escombros comerciales y detritos textiles. Ni un alma. Había dos tiendas abiertas, pero nada más que eso parecía indicar que la galería siguiese siendo lo que era, o al menos, comercial. Sorprendentemente, habían dado unas capas de pintura nueva, casi reciente, de color chillón, feo pero altivo, verde o azul intenso, en un esfuerzo postrero y sin duda inútil de remozar al abuelo cebolleta. Lo cierto es que me entró una pena terrible al ver qué quedaba de todo aquello, mi recuerdo de cuando era pequeño era de mucha gente con bolsas, mucho trajín, cierta actividad. Ahora estaba convertido en unos sótanos lúgubres, mortuorios, por mucho que se quitasen el luto y se fueran al hogar del pensionista a echarse unos bailes. Me entró un poco de miedo, porque no había ni Dios y se oían algunos pasos al fondo. Creo hasta que era Halloween... Pero movido por alguna fuerza extraña, en vez de marcharme por donde había venido, me armé de valor y bajé por la escalera recientemente pintada, con una capa gruesa y tosca y fea de Botox remedia todo. Y allí abajo, el milagro. En medio de la nada, de la oscuridad inquietante del sótano misérrimo, con las paredes desgastadas y plomizas, de repente, escuché algo de música contenida, como tapada por algo, aun así, inconfundible: un blues. Tardé un poco en reaccionar, pues ya no esperaba encontrar nada habitado en esta planta de abajo. Eché un vistazo y al fin lo vi, había un puerta de donde parecía provenir la música. Allí estaba yo parado, atontado, contemplando la puerta de Charly Blues. La puerta estaba cerrada, pero dentro había luz, de eso estoy seguro, y la música puesta. Quise entrar, llamar a la puerta y decir que venía de parte de mi amigo P, que me alegraba de que todo siguiese en su sitio. No sé porqué no lo hice. Digamos que lo hago ahora...